Bolivia: Star wars alla boliviana
Mientras las salas de cine estrenan con rutilante éxito la última versión de La Guerra de las Galaxias, las columnas de opinión sobre la crisis política que está viviendo Bolivia y las formas de actuación de algunos actores en ella, tienden a (des)calificarla identificándola como una sui géneris star wars.
Un grupo de actores externos se mueve en el marco de la paranoia pintando una imagen de Bolivia parecida a la de un polvorín. No se puede entender de otra manera el anuncio que hace el Ministro de Defensa de la Argentina comunicando que tiene listos aviones para evacuar a su conciudadanos una vez que empiece a arder el volcán altiplánico. Parecida connotación tiene el “estado de alerta amarilla” del Departamento de Estado de los Estados Unidos por el “potencial estado de desórdenes” y avecinamiento de “manifestaciones en gran escala” en tierra boliviana, por lo que recomienda a sus ciudadanos residentes “mantenerse vigilantes”.
Algunos actores internos se mueven en el plano de la estupidez y dan lugar a las paranoias. Por una parte, recordando tiempos que es mejor mantenerlos en el olvido, aparecen dos defenestrados militares en afanes golpistas que tienen los visos de un automontaje mal escenificado y que no parece tener más destino que debilitar los movimientos sociales. En dudosa y paradójica coincidencia, el aventurerismo de Jaime Solares, líder de la Central Obrera Bolivia convoca -por cuenta y riesgo propio contra el criterio de sus organizaciones asociadas- a la conformación de un gobierno civil–militar patriótico.
Como poniéndole la cereza a la torta, el Ministro de la Presidencia de Bolivia con su indisimulado rictus de soberbia y sus ya habituales declaraciones que hacen del chisme de café política de gobierno, pretende sembrar la duda sobre la legitimidad de las organizaciones manifestantes, a las que acusa de estar pagadas, pero no se molesta en fundamentar quiénes, por quiénes, para qué y con cuánto.
Los movimientos sociales, simbolizados en cacerolas vacías, piedras, detonantes de dinamita, marchas, huelgas de hambre, coraje, ira y bronca que han decidido dejar de estar contenidos en sus comunidades indígenas y campamentos mineros para llenar multitudinariamente las calles de la ciudad de La Paz, a momentos derivan en excesos porque no están sabiendo crear solidaridades con la ciudadanía paceña, y porque han sido puestos en la vorágine de una maniquea rutina en la que se rodea la Plaza Murillo, donde están vacíos de sus autoridades los palacios de Gobierno y Legislativo, y a la que no logran acceder porque no pueden salvar la muralla policial. Si lo lograran, ¿de qué serviría si no tendrían allí interlocutores oficiales?
Algunos analistas ganados por la comodidad de ubicarse en el centro así como los medios que espectacularizan la vida, han sobredimensionado este ambiente de interpretaciones guerreristas alimentando un miedo ciudadano hacia los manifestantes, a los que se los pinta como invasores de la rutina urbana. Pero lo que casi nadie dice es que si bien las rebeliones tensionan las relaciones habituales de la normalidad liberal, o que están hechas de alteridades y confrontaciones, en este país amante de la paz y de la democracia, pareciera no existir otra salida que la protesta como correctivo para la ineficacia de los poderes del Estado.
El Presidente Carlos D. Mesa que se ufana en destacar que no ha hecho ni hará uso de la violencia para reprimir las manifestaciones, olvida asumir y decir que más eficiente sería no provocarla, además de admitir que hay una brutal represión policial en las calles y que los militares que se parapetaron en el Palacio de Gobierno están armados hasta los dientes. Abriéndose al menos al diálogo que podría evitar todos estos eventos, la fórmula gubernamental tiene que entender que la paz no es sólo ausencia de violencia sino también manifestación de justicia.
La tolerante elasticidad de la democracia boliviana
En situaciones como las que vivimos en Bolivia ya no caben motivos para el engaño y hay que reinventar los motivos para la ilusión en democracia. No caben más motivos para el engaño cuando los gobiernos de democracias secuestradas por las recetas liberales no están a la altura del desafío de la construcción de regímenes y sistemas verdaderamente democráticos. Y hay que saber reinventar la ilusión incluyendo en las políticas de Estado las propuestas que se contienen en los descontentos.
¿Democracias secuestradas?, ¿regímenes y sistemas verdaderamente democráticos?, ¿es que acaso la democracia no es sólo una y no debería prestarse a interpretaciones variopintas y multidimensionales?, ¿la práctica de la democracia recuerda que la teoría de la democracia la define como el sistema social en el que el individuo, por su sola calidad de persona humana, participa en los asuntos de la comunidad y ejerce en ellos la dirección que proporcionalmente le corresponde?, ¿está la práctica política recordando que la democracia política es el gobierno del pueblo fundado en la participación libre e igualitaria, a veces directa y otras representada pero siempre en el sentido del gobierno de todos?
La respuesta a estas preguntas, deja al descubierto que en las historias de la liberalización todo vale en nombre de la democracia, todo vale porque uno de sus factores inherentes es la elasticidad conceptual y práctica que hace que los sistemas democráticos se pinten ilimitados en sus alcances y metas, en sus tolerancias y permisividades, y también en sus desgarros y deterioros.
La elasticidad de la democracia en sus alcances y metas, se expresa por ejemplo en el tratamiento del concepto de ciudadanía que consiste en la exigibilidad y ejercicio de los derechos civiles y políticos y también de los derechos económicos, sociales y culturales, por lo que la ciudadanía en democracia es (o debería ser) civil, política y social. La teoría así planteada es profunda en su formulación, pero corta y angosta en su aplicación, como en el caso boliviano donde se apunta con resignación a que el sólo hecho de no vivir en dictadura (equivalente a vivir en democracia) debe ser apreciado como una categoría de felicidad. Así, la noción de la democracia se convierte en un chantaje atado a los miedos tan gigantes de las clases medias como a la inversa enanas son sus utopías, y que le restan legitimidad a la construcción de sociedades con calidad de vida digna como un derecho ciudadano.
Por su parte, y para decirlo en términos informáticos, la dimensión de las tolerancias y permisividades que se practican en nombre de la democracia, la afectan al extremo de desconfigurarla. Es así que a título de democracia representativa y del reinado de la partidocracia, los regímenes democráticos soportan gobiernos y legislaturas marcados por la corrupción, por el nepotismo o, a la boliviana, por el cuateo y la tecnocracia que naturaliza el manejo de políticas liberales que, a nombre de la gobernabilidad atentan contra los principios democráticos de la justicia, de la libertad y de la igualdad, los mismos que se proclaman como obligaciones pero se niegan como derechos.
A su vez, los desgarros y deterioros se explican en el secuestro que el neoliberalismo ha hecho de la democracia sobreponiendo la lógica del mercado a la del Estado. Desde esta perspectiva el deterioro no es meramente formal sino estructural, es decir que no depende tanto de las afectaciones atribuidas a las protestas sociales sino a las características e impactos de las políticas de ajuste que se cosechan en la ruptura de las unidades porque en paralelo a la globalización del consumo se alimenta la fragmentación de las etnias, de las regiones y de las clases sociales. También los desgarros se evidencian en el acrecentamiento de la conflictividad porque la ineficacia de la fórmula globalizadora como la receta contra la pobreza sólo destaca un mundo con exclusiones e injusticias cada vez mayores, dado que las formas de la acumulación de la riqueza favorecen cada vez menos a países como Bolivia.
Las rasgaduras políticas de la democracia boliviana en la coyuntura actual tienen diferentes orígenes. Uno de ellos está relacionado con la vacación tomada por los parlamentarios en el momento preciso que le correspondía decidir sobre temas de trascendencia como el Referéndum sobre las Autonomías y la Convocatoria a la Asamblea Constituyente, lo que pone en evidencia un harakiri deslegitimador de la representatividad democrática. El procedimiento de autoconvocatoria a Referéndum sobre las Autonomías realizada por el Comité Cívico de Santa Cruz y respaldada por los de Tarija, Beni y Pando en ausencia del Parlamento, externaliza una forma prepotente de superación de la legalidad. La propuesta de toma del Parlamento y de salida del presidente enarbolada tanto por los fundamentalistas del liderazgo sindical y de la oligarquía empresarial, es otra expresión de la capacidad de tolerancia de la democracia, más aún cuando las vías propuestas suponen la fuerza del recambio por un pacto civil – militar. Otro elemento que encuentra su justificación en la elasticidad de la democracia, es la ausencia de gobierno y la opción presidencial por una política de avestruz que no quiere dar la cara sino más bien eludir las demandas, razón por la que, lejos de hacerse parte del espacio de soluciones o al menos de las negociaciones, se convierte en parte del problema.
Pero así y todo, con estos márgenes tan flexibles en sus alcances, metas, tolerancias, permisividades, desgarros y deterioros, la democracia sigue siendo, en el imaginario de la ciudadanía boliviana, el espacio adecuado para la construcción de un futuro más justo.
Capitalismo, tus siglos están contados...
Hay pugnas por la búsqueda de mayores competencias del poder ejecutivo en relación al legislativo, proceso complejo porque el Presidente, carente de partido, fabricó un bloque parlamentario con la pírrica representación de un representante de partido oficialista mas una gama multicolor de parlamentarios tránsfugas, fórmula que sin emabrgo no alcanza para poder legalizar las políticas gubernamentales. El caso más evidente es la reciente promulgación de la Ley de Hidrocarburos por parte del presidente de la Cámara de Senadores, puesto que el Presidente de la República, don Carlos D. Mesa, arguyendo que su ética no le permite promulgar una ley que califica antinacional, se negó a hacerlo advirtiendo que su consecuencia es de riesgo y responsabilidad de los parlamentarios. Pero aunque éste sea su buen deseo, lo que va a quedar en el registro de esta medida es “la Ley promulgada durante el gobierno de Carlos D. Mesa”, e incluso “la Ley de Carlos Mesa”, porque así suelen funcionar las paradojas de la historia.
El Parlamento, que tiene la tarea de definir temas históricamente trascendentales como la Ley de Hidrocarburos, las Autonomías, la convocatoria a la Asamblea Constituyente, el Juicio de Responsabilidades a Gonzalo Sánchez de Lozada y otros más, no está, definitivamente, a la altura de su desafío, y su pérdida de legitimidad depende tanto de sus propios errores así como de la crisis de sus referentes partidarios. El Parlamento boliviano prometía convertirse en un régimen fundante por la cantidad de indígenas que el Movimiento al Socialismo (MAS) y el Movimiento Indígena Pachakuti (MIP) sentaron en los curules, pero que más allá de pincelar el paisaje legislativo de múltiples colores, idiomas y pensamientos, no logró romper el monopolio de decisiones de una troika o rodillo de partidos tradicionales emparentados con los intereses privados y transnacionales, antes que con los intereses populares, cuando no nacionales.
Las relaciones Legislativo - Ejecutivo se desenvuelven entonces en sistemas de pugnas, de negociaciones, de bloqueos y condicionamientos mutuos que tienen entre uno de sus resultados el alargamiento y tensionamiento de procesos en la definición de políticas fundamentales. Así por ejemplo, la Ley de Hidrocarburos se promulga 10 meses después de la realización del Referéndum Vinculante sobre el Gas, y encima no toma en cuenta sus resultados que, en la lectura ciudadana, explicitaban su argumento de la recuperación de los hidrocarburos para el Estado boliviano.
En estas condiciones, los gobiernos, impugnados, no saben negociar los conflictos, y su práctica gubernamental de sobrevivencia se mantiene en la gestión y promoción de un proceso permanente de campaña electoral, de modo tal que la popularidad del régimen se define más que por sus programas o políticas públicas, por la imagen y personalización de sus liderazgos. Y estas estrategias que no posicionan políticas de Estado parecen apuntar más a hacer buena nota con los certificadores de las transnacionales, embajadas y organismos internacionales, porque en la realidad, como dice un reciente informe de Amnisty International, los gobiernos no están cumpliendo su compromiso de establecer un nuevo orden mundial basado en los derechos humanos.
En el caso boliviano la gestión gubernamental, que está incumpliendo sus compromisos de políticas estructurales relacionadas con la recuperación de los hidrocarburos, la Asamblea Constituyente y también la reestructuración administrativa del Estado mediante su descentralización, en sus manoteos de subsistencia en la coyuntura actual ha acudido a diversas estrategias. Una, borrarse del mapa y de sus responsabilidades de conducción del país, dejando como voceros en los días de manifestaciones a tres autoridades: el Ministro, el Viceministro y el Director de la Unidad de Conflictos del Ministerio de Gobierno, factor que da una idea cabal de la cualidad de las relaciones gobierno-ciudadanía. Otra estrategia, ya común en el gobierno de Carlos D. Mesa es su autoafirmación en aspectos que él mismo considera virtuosos y que los repitió en un reciente discurso para que la ciudadanía internalice: “yo el presidente de la paz, yo el presidente transparente, yo el presidente austero, yo el presidente paciente, yo...”.
Pero la estrategia gubernamental más evidente de enfrentamiento de la crisis política consiste en la aplicación de formas diversas de intentos por cambiar la agenda de las reivindicaciones sociales ya sea para secundarizarlas, desvirtuarlas, o deformarlas. Las secundariza cuando el mismo día que se aprueba la Ley de Hidrocarburos el presidente afirma que ese es ya un capítulo cerrado y propone un Programa Económico y Social, buscando con esta medida que las relaciones sociedad-gobierno se muevan en este marco que tiene la lectura de Bolivia igual al país de las maravillas. Desvirtúa las reivindicaciones y movimientos cuando deja que su Ministro de la Presidencia afirme que las organizaciones reciben dineros para sus movilizaciones y, en un intento por comprobar lo indemostrable, el Ministro de Gobierno acusa a la Empresa Nacional de Teléfonos de haber financiado las marchas, y todo porque algunos de sus empleados distribuyeron bolsitas de pasankalla, que no es otra cosa que el famoso pop corn, que se lo quiere utilizar como argumento de relaciones de desconfianza entre pueblo movilizado y ciudadanía boliviana. La muestra más evidente del intento por deformar las reivindicaciones se explicita en un discurso del Presidente Mesa, cuando destaca como el tema más álgido el que el Referéndum sobre las Autonomías y la Convocatoria a la Asamblea Constituyente no pueden asumirse como procesos aislados, denotando más allá del mensaje que busca acuerdos, una base discursiva clara por desviar la demanda nacionalizadora de los hidrocarburos a un tema que se lo sabe delicado por sus latentes connotaciones regionalistas, clasistas y hasta racistas, y que marca una agenda de confrontaciones y aclaraciones entre los habitantes del occidente y del oriente bolivianos.
Para estas estrategias, el gobierno ha optado por poner en receso los espacios institucionalizados de negociación y resolución, acudiendo en contrapartida a los espacios informales de las relaciones políticas, como son los encuentros sectoriales, las apariciones en los sets de televisión y los balcones palaciegos, y están en camino las mesas de diálogo con la mediación de organizaciones de derechos humanos y posiblemente las iglesias, curiosamente ausentes de este proceso. Así también, son estas estrategias las que han generado descontentos con el régimen incluso desde su fuero interno, expresándose en hechos como la renuncia reciente de la Ministra de Educación, con el argumento que el gobierno está sufriendo “un distanciamiento progresivo entre los fines enunciados y los medios utilizados”.
Las políticas de Estado se debaten otra vez en las calles
No estaba en los planes ni en los sueños ciudadanos que en el sistema democrático se empobrecieran más, que los excluyeran con mayor vigor y que aumentaran las diferencias étnicas y regionales. Por ello la esperanza puesta en la democracia tiende a transformarse en frustración y descontento. Y entonces el descontento con el régimen y sus políticas, así como la necesidad colectiva de mantener la esperanza en el sistema democrático reconduciéndolo, lleva a los movimientos sociales a tomarse una vez más las calles y las carreteras, sus espacios reconocidos de encuentro, de tertulia, de expresión colectiva y de enunciación de su palabra contenida en sí misma, porque cotidianamente no entra en los discursos de los medios ni hace parte de las deliberaciones de los poderes del Estado.
Un canal local enfocó por varios minutos sólo los pies de los marchistas de las carreteras y de las calles. No hacía falta enfocar los rostros ni los puños para concluir en que nuevamente son los pobres los manifestantes y ahora no sólo de sus propias y enormes necesidades, sino también de las preocupaciones del país. No hacía falta escuchar las palabras para darse cuenta que la experiencia boliviana está viviendo un proceso ciudadano de retorno a lo popular en su doble sentido de resquicio de identidad del pueblo pobre y de manifestación política de transformaciones estructurales. Esta construcción no es sin embargo sencilla ni mecánica, pues como muy pocas veces en la historia de los movimientos sociales en Bolivia, esta vez se ha hecho evidente la segregación de propuestas, de estrategias y de organizaciones. Las marchas partieron de distintos lados y aunque confluyeron en un solo punto, el Cabildo realizado en la Plaza San Francisco, no llegaron a juntarse porque sus consignas no eran las mismas. Los movimientos sociales necesitan un proceso de autocrítica a fondo. Deben revisar los fundamentalismos que no construyen, deben analizar los aventurerismos golpistas que llevaron a los marchistas a estar luchando por la nacionalización de los hidrocarburos, mientras sus líderes los estaban conduciendo a la toma del gobierno. Las jornadas que se están viviendo estos días han puesto en evidencia la debilidad de los liderazgos nacionales.
De cualquier manera, en la colección de las demandas individuales y en su conversión en reivindicaciones comunes, en la depuración de la estupidez del golpe civil militar patriótico como forma reivindicativa, en la exigencia de las bases a sus líderes que sin control social se hacen autoritarios, en las idas y venidas de las estrategias, en el reconocimiento de las acciones equivocadas que dividen posiciones, en la necesidad de aprender a sumar solidaridades especialmente de las clases medias y de los sectores urbanos, en todos estos procesos se hace evidente la politización de los movimientos sociales, en parte como producto de un germinamiento natural de la protesta y de los movimientos sociales, y en mucho como producto de la debilidad y crisis de representación de los partidos.
¿Por quién doblan las campanas?
Cuando ocurren estos eventos uno se pregunta sobre su punto de llegada, y viendo la situación de los sectores que protagonizan la protesta ronda en el ambiente la interrogante de si habrá valido tanto zapato roto y si se justificará repetir otra vez la toma de la sede de gobierno y la presión sobre poderes del Estado que no aparecen en escena, por lo que las demandas sólo se estrellan contra el muro policial de la represión y la pared mediática de la tergiversación.
Varios caminos son posibles porque nada está todavía definido, todos estos caminos son o no probables. Uno que el movimiento se desgaste, aunque se debe reconocer que está en crecimiento y que está sorteando con éxito un largo feriado que pudo haberlo desactivado. Si no se lograran conciliar criterios entre los fragmentos, los movimientos tendrían que apostar a lograr una victoria mínima, que podría consistir en la reinstalación del Parlamento y la aprobación inmediata de la Convocatoria a la Asamblea Constituyente antes o paralelamente al Referéndum Autonómico. Una victoria optimista consistiría además en la revisión de la Ley de Hidrocarburos en sus puntos más cuestionados como la legalidad de las transnacionales, los porcentajes de las regalías y los impuestos, la potestad estatal para fijar precios y para participar en toda la cadena productiva.
Una segunda posibilidad, tampoco descartable, es que la incapacidad gubernamental para la negociación derive en una intervención violenta de las movilizaciones y recomponga el orden recuperando la presencia de los poderes políticos.
Otra posibilidad que no se debe descartar si prospera como demanda de los movimientos sociales y se enlaza con una demanda ya expresada de los sectores empresariales, es la renuncia del presidente Mesa o su destitución y sustitución constitucional, aunque pocos parecen dispuestos a apoyar como sucesor al presidente del Senado, Hormando Vaca Diez, representante del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR)
Constitucionalmente, otra posibilidad está dada en el adelanto y convocatoria a elecciones. Sin embargo, si se diera la alternativa del cambio de presidente, no se puede dejar de lado la propuesta acariciada por determinados sectores populares de asumir ellos el poder y ya no delegarlo en estamentos que no los representan.
Sea cual fuera el desenlace, algunas lecciones son necesarias recuperar de esta nueva experiencia boliviana de rebelión social que acumula energías para próximas grandes transformaciones de democratización de la democracia. Una lección, de resolución urgente, tiene que ver con la necesidad que los sectores populares encuentren factores y espacios de unidad a partir de sus particularidades y en la definición política de sus temas comunes que tienen que ver con políticas de Estado.
La experiencia acumulativa está demostrando, como segunda lección, que los sectores populares están madurando en aspiraciones hegemónicas de poder, lo que inevitablemente tiene que poner en el tapete del sistema democrático la transición de su carácter representativo a otra cualidad participativa.
Una tercera lección está relacionada con la importancia de trabajar agendas ciudadanas comunes, de unidad, que provoquen diálogos, encuentros, alianzas estratégicas y estructurales porque los aislamientos no conducen a derroteros de mayor democracia en un país fundamentalmente caracterizado por su abigarramiento. Se tiene que hacer de las grandes reivindicaciones nacionales tema de todos y no sólo de los sectores populares, se tienen que aprender a tejer solidaridades.
La cuarta lección está relacionada con la necesidad de regenerar el sistema de partidos políticos y, en consecuencia del Parlamento, porque su actual deslegitimación no puede defenestrarlos de su rol clave de mediación en la construcción del sistema democrático. Pero esto pasa por una reestructuración a fondo de sus estructuras, roles, composiciones, propuestas y formas de organización actuales.
Finalmente, es importante asumir la lección de que las políticas públicas rehenes de los intereses transnacionales, y ortodoxas en sus planteamientos y alcances, se han evidenciado como fórmulas insuficientes cuando no impertinentes para la construcción de democracias reales. La experiencia boliviana ratifica también que las políticas de Estado y los proyectos de sociedad tienen que saberle exigir a la presión internacional y empresarial programas más inclusivos, como garantes de que en un estado de derecho primero están el país y su gente. Sin este convencimiento puesto en el horizonte, difícilmente va a ser posible reinventar la ilusión por la democracia.
- Adalid Contreras Baspineiro es sociólogo y comunicólogo boliviano
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