Verso la seconda decolonizzazione dell' America Latina
El 9 de diciembre de 1824, en el sitio de Ayacucho, un ejército combinado
de soldados neogranadinos, argentinos y peruanos, al mando del
venezolano José de Sucre, derrotaba al ejército realista dirigido por
José de Canterac y capturaba al virrey del Perú, José de la Serna,
varias veces herido en la batalla. En Ayacucho terminaban tres siglos de
dominación española y se ponía fin a quince años de guerras de
independencia. Tras conocer la victoria, Bolívar proclamó la libertad de
las colonias españolas. La euforia fue general entre los
independentistas. Se habló de un futuro glorioso para los Estados que
emergían del primer proceso de descolonización de la era moderna. Fue
una ficción.
No se habían enfriado los fusiles cuando los nuevos países se sumergían,
uno tras otro, en guerras civiles y anarquía. Las oligarquías
triunfantes, suma de realistas e independentistas, se aplicaron a fondo
para conservar poder y privilegios, enterrando los sueños de libertad e
igualdad. La suerte de los libertadores no fue distinta de la de sus
países. Bolívar escapó milagrosamente de un intento de asesinato y murió
repudiado, abatido y menesteroso mientras bajaba el río Magdalena,
buscando volver a su hacienda caraqueña. Sucre fue asesinado en una
emboscada y San Martín, tras ser traicionado por sus paisanos
bonaerenses, murió anciano, autoexiliado y olvidado en Francia.
No hubo victoria de los pueblos, sino de las oligarquías. Los grandes
derrotados no fueron los españoles, sino los indígenas. Desaparecido el
poder colonial, los nuevos gobernantes, invocando el espíritu del
liberalismo y la libre empresa, suprimieron los derechos que la Corona
española les reconocía, se apoderaron de sus tierras y bienes,
suprimieron sus leyes, les excluyeron de las sociedades y les
convirtieron en siervos. En Europa se acostumbraron a ver únicamente el
rostro blanco de las oligarquías, como el de la familia latinoamericana
que, en 1867, llegó a Francia con 18 furgones de equipaje, según
consignó la Guide de Paris y recoge Eric Hobsbawn en La Era del Capital.
A Inglaterra correspondió la parte de león. Los agentes británicos se
movieron ágiles con las élites gobernantes para lograr la firma de
tratados de libre cambio, que mataron de raíz cualquier sueño
industrializador. Más preocupadas en preservar sus prebendas de clase,
las oligarquías convirtieron a los nuevos Estados en neocolonias del
imperio británico. Hubo independencia formal, no real. Uno tras otro,
los países vieron cómo sus economías eran conformadas para satisfacer el
mercado británico, el comercio quedaba en manos de la marina y los
empresarios británicos y los recursos naturales pasaban también a manos
británicas. El cobre chileno, el petróleo venezolano y el estaño
boliviano enriquecieron a unas minorías y a empresas extranjeras. Cuando
emergió EEUU como gran potencia continental, sólo hubo un cambio de amo.
La última década ha visto un resurgir inesperado y avasallador de los
excluidos de las sociedades latinoamericanas. La victoria electoral de
Chávez en Venezuela y de Morales en Bolivia ha mostrado el rostro
mestizo e indígena de la región. En Europa han reaccionado con
perplejidad y una mal disimulada carga de racismo, sobre todo porque los
gobiernos de izquierda, de Buenos Aires a Caracas, han modificado los
términos de intercambio con las antiguas potencias colonialistas.
Acostumbradas a gobiernos complacientes, que entregaban gustosos los
recursos y riquezas del país a empresas extranjeras, reaccionan con
irritación ante la recuperación de esas riquezas y recursos por sus
legítimos dueños. El fondo colonialista de estas actitudes se hizo
patente en el lamento de la Comisión Europea porque el gobierno
boliviano no les consultara previamente la nacionalización de los
hidrocarburos, como si el presidente de Bolivia estuviera obligado a
someter sus decisiones a la opinión europea.
No hay novedad alguna en esas reacciones. Inglaterra y otras potencias
europeas imponían tratados de libre cambio a punta de cañonazos, al
tiempo que protegían sus mercados internos de la competencia extranjera.
Bush impidió que la petrolera china CNOOC comprara la estadounidense
Unocal, el gobierno español se opone a que E.ON compre Endesa, Francia
ha "blindado" por ley once sectores que considera "estratégicos" y la UE
rechaza que la hindú-británica Mittal Steel compre Arcelor. Pero Bolivia
no puede, sin recibir amenazas y condenas, nacionalizar su petróleo y su
gas.
Latinoamérica vive una senda que apunta a un segundo proceso
descolonizador. Esa descolonización pasa, necesariamente, por aplicar
los principios recogidos en la resolución 1803 de Naciones Unidas,
aprobada en 1962, que reconoce que "El derecho de los pueblos y de las
naciones a la soberanía permanente sobre sus riquezas y recursos
naturales debe ejercerse en interés del desarrollo nacional y del
bienestar del pueblo del respectivo Estado". El nuevo proceso
descolonizador tiene escasas y malas alternativas. Los países deben
escoger entre preservar los beneficios para los pueblos o dejar que
viajen al exterior, para enriquecer más a los más ricos. Entre sentar
las bases de su desarrollo o continuar sumidos en la dependencia, el
atraso y la pobreza.
La segunda descolonización de América Latina no tiene por qué producir
conflictos. Bastaría con que se acepten términos equitativos de
intercambio, en los que la parte mayor de beneficios sea para los dueños
del recurso, como debe ser, y no para las empresas extranjeras, como ha
ocurrido hasta ahora. Plantear otra cosa es hacer apología del
neocolonialismo y en Latinoamérica no está el horno para esos bollos.
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