Uruguay: giustizia sociale e sviluppo
El nuevo gobierno uruguayo debe poner en pie un país sobre las ruinas de dos proyectos que fracasaron en dos momentos diferentes del siglo XX: en el largo plazo, el del Estado del bienestar asentado sobre el proceso de sustitución de importaciones y, en el corto plazo, el país de servicios instaurado por el neoliberalismo.
En el último siglo la sociedad uruguaya estuvo modelada por dos proyectos de país, no sólo diferentes sino antagónicos: el primero fue inclusivo y tuvo su eje articulador en torno al Estado; el segundo fue excluyente y giró en torno al mercado. Agotado éste, la población se volcó masivamente a la izquierda en la búsqueda de un proyecto de país que vuelva a incluir a las mayorías, en tiempos signados por la debilidad de los estados, la hegemonía de los mercados y la fragilidad de los proyectos nacionales. El reto que afronta Tabaré Vázquez se resume en la construcción de un “país productivo”, pero puede estar condenado al fracaso si en la región no se crean condiciones favorables para una pequeño país muy endeudado que, por sí solo, difícilmente puede salir adelante.
La deuda externa sigue teniendo un peso abrumador. En Brasil asciende al 55% del producto bruto interno, en Argentina luego del canje de los bonos de la deuda externa, sigue siendo del 80% del producto, aunque ahora los plazos e intereses son más manejables. Uruguay, con un aparato productivo mucho más débil y un estrecho mercado interno, tiene una deuda que representa el 110% del PBI. Si para Brasil –la décima potencia industrial del mundo y la principal reserva de biodiversidad- la deuda es una soga al cuello, ¿cómo evaluarla en el caso uruguayo? ¿Cómo encarar un proceso de cambios cuando el pago de intereses de la deuda consumirá en 2005 la cuarta parte del producto bruto interno?
País productivo
Durante la segunda Guerra Mundial, Uruguay y otros países de la región encontraron formas de desarrollo relativamente endógeno o autocentrado(1) , promoviendo el crecimiento industrial para abastecer los incipientes mercados internos. La crisis mundial de 1929 y la guerra crearon las condiciones para el despegue, pero no fue un proceso natural sino plagado de contradicciones, que en la región y en el propio Uruguay incluyeron golpes de Estado con su secuela de represión y autoritarismo.
La década de 1930 registró una crisis de la deuda externa, a tal punto que 14 países latinoamericanos dejaron de pagar sus deudas total o parcialmente, entre ellos Uruguay. “La mayoría de los países que lo hicieron conocieron una reactivación económica en los años treinta a pesar de la suspensión de los préstamos externos”, señala Eric Toussaint(2) .
En Uruguay la crisis de 1929 provocó el primer golpe de Estado del siglo, en 1933, bajo el cual comenzó un proceso de sostenido crecimiento industrial hasta mediados de los 50. El sector más dinámico de la economía dejó de ser la ganadería, principal rubro exportador, y pasó a serlo la industria, sobre todo el sector que abastecía al mercado interno: textiles, papel, metalúrgica y la generación de energía. El Estado jugó un papel decisivo al promover la protección de la producción industrial , a la que afluían capitales excedentes de la ganadería. En pocos años cobró forma una nueva clase obrera, cuyo contingente se multiplicó por cuatro en veinte años, concentrada en torno a la capital, Montevideo.
Sobre la base de este despegue de la industria orientada al mercado interno, se fue dibujando un nuevo mapa político y social en torno a la alianza entre el Estado, los industriales y los obreros fabriles, que dio vida a la versión criolla del Estado del bienestar, que incluía tres aspectos centrales: desarrollo económico, soberanía nacional y ciudadanía, en la que se destaca el voto no vamos a poder crecer", lo que de derechos políticos. La capacidad de arrastre de este modelo atrajo hacia Montevideo a grandes contingentes de trabajadores rurales pobres que, al instalarse en la capital, comenzaban un ciclo de ascenso social a través del empleo precario (en las construcción los varones, en el servicio doméstico las mujeres) para luego pasar al empleo fijo con plenos derechos sociales. El Estado figuraba como el principal empleador, ya que sus empresas (electricidad, teléfonos, petróleo, agua, ferrocarriles y otras) eran las más importantes del país. La educación completaba el cuadro de este posible, y real, ascenso social.
La biografía de Tabaré Vázquez es, de alguna manera, la síntesis de lo que se ha llamado el “Uruguay batllista”. Nació en un rancho con techo de lata en el barrio obrero La Teja, en 1940, cuando despegaba el crecimiento industrial. Su padre era funcionario de la petrolera estatal ANCAP, de donde fue despedido a raíz de una huelga en 1951. Fue a la escuela pública y debió retrasar sus estudios de medicina para contribuir al sustento familiar: trabajó como carpintero, vendedor de diarios, vidriero y administrativo, hasta que consiguió graduarse en 1969, cuando agonizaba el Uruguay liberal y democrático, y se iniciaba el tránsito hacia la dictadura que se instaló en 1973.
Este modelo de desarrollo hacia adentro comenzó a hacer agua a mediados de los 50 del siglo pasado. La ofensiva de los países centrales luego de la guerra, fue cerrando los mercados a las exportaciones manufactureras del Sur, e impulsó la lenta apertura de los mercados nacionales protegidos a las importaciones provenientes del Norte. En Uruguay, la alianza entre el Estado, los industriales y los obreros se fue agrietando hasta romperse definitivamente en los 60. Los industriales y los ganaderos desviaron ahora sus capitales hacia el sector financiero, generando un prolongado estancamiento productivo. La especulación financiera permitió amasar fortunas rápidas a través de una inflación galopante, que fueron concentrando la riqueza nacional y, sobre todo, se fueron trenzando intereses entre diversas fracciones de la burguesía que se expresaron en el terreno político en un creciente recorte de las libertades. La remodelación del desarrollo endógeno hacia la especulación, provocó una tenaz resistencia de los trabajadores y las capas medias (en particular los estudiantes), que fueron contenidas con la militarización del país. En suma, con el crecimiento explosivo del sector financiero se abrió paso el Uruguay de la exclusión, hasta desembocar en la dictadura militar (1973- 1985).
País de servicios
Sobre las ruinas del Uruguay socialmente integrado y del modelo de sustitución de importaciones, se erigió el país de la apertura económica y los ajustes estructurales. Los años 90 fueron el tránsito del país productivo hacia el país de servicios financieros y turísticos. Ramas enteras de la industria fueron devastadas o completamente reestructuradas. En su lugar, apareció la desocupación, pero sobre todo el trabajo informal en el que hoy se desempeña más de la mitad de los uruguayos.
El problema es que un país de servicios condena a la pobreza a la inmensa mayoría. O a la emigración. Se calcula que entre el 15 y el 20% de los uruguayos viven fuera del país; un largo proceso emigratorio iniciado en los 60, al calor del estancamiento y la crisis. En 1963 la población era de 2.600.000, hoy es de apenas 3.240.000. El crecimiento más bajo de América Latina, que corre parejo con el envejecimiento de la población, aspectos que constituyen un serio límite estructural a cualquier proceso de desarrollo que se pretenda implementar.
Los datos recientemente difundidos sobre el Indice de Desarrollo Humano (IDH) del PNUD, son una buena muestra del fenomenal deterioro social, más profundo aún que los que vivieron países de la región, como Argentina, que sufrieron una crisis económica aún más intensa: mientras Argentina, pese a la crisis, se mantuvo en el lugar 34 en el IDH, Uruguay -que había llegado a ocupar el puesto 29 en la primera medición en 1990- cayó hasta el sitio 46. En Montevideo una de cada cinco personas vive en asentamientos irregulares.
El “desarrollo” neoliberal está concebido como un crecimiento de enclaves modernos conectados con el mercado mundial. La forestación es quizá el mejor ejemplo, pero también lo fue el modernizado sistema bancario, y algunos otros rubros como la producción de arroz y parcialmente los lácteos.
¿Qué modelo de país?
La izquierda está empeñada en volver a un “país productivo” con justicia social, como proclamó durante la campaña electoral. Más allá de la viabilidad de esta propuesta, tiene clara sintonía con la identidad de los uruguayos, para quienes el Estado debe seguir siendo tanto el orientador como el gestor económico y el principal empleador. No por casualidad los principales éxitos que cosechó la izquierda y el movimiento social en los años 90, consistieron en impedir la privatización de las empresas públicas. En las recientes elecciones, casi el 65% de lo uruguayos votaron contra la privatización del agua, mientras sólo el 50% votó por la izquierda. El estatismo es, en Uruguay, seña de identidad que trasciende fronteras partidarias e ideológicas.
Sin embargo, el haber mantenido las empresas estatales le ha permitido al Uruguay acotar los daños de la crisis regional, y sostener en pie un Estado que podría haber colapsado como sucedió en Argentina. Las empresas estatales son una de las principales bazas con las que cuenta el nuevo gobierno para orientar el país hacia el crecimiento. La contracara, dolorosa por cierto, es que el movimiento social sigue siendo dependiente del Estado: la autonomía no es la principal característica de los movimientos uruguayos, que nacieron con el Estado benefactor y se debilitaron con su caída.
El nuevo ministro de Economía, Danilo Astori, defiende el crecimiento económico, pero advierte que "sin inversión no vamos a poder crecer", lo que supone "un ambiente propicio" y "una conducta fiscal rigurosa"(3) . ¿Podrá Uruguay volver a ser un país productivo? ¿Está en condiciones de superar la fractura social, o los pobres serán “integrados” con plenos derechos políticos, limitados derechos sociales y, sobre todo, como mano de obra barata y disciplinada? En las condiciones actuales de la economía y la división del trabajo mundiales, el llamado crecimiento de un país del Tercer Mundo sólo puede darse en base a salarios muy bajos, en situación de informalidad y sin seguridad social. Un crecimiento sustentado en la producción de commodities, productos agrícolas para la exportación. Es lo que está sucediendo en la región: reprimarización de la estructura productiva (donde la soja transgénica termina siendo la locomotora de la economía) y generación de empleo precario que profundiza la pobreza.
Pese a estas realidades, los ministros de Economía de Argentina, Brasil y Uruguay, siguen defendiendo la teoría del “derrame”: el crecimiento económico, aún concentrando la renta, en algún momento terminará derramándose hacia los más pobres mejorando así su situación. Sigue pendiente, por lo tanto, un debate más profundo y más de fondo: ¿A qué tipo de desarrollo aspiramos? O más aún, ¿debemos aspirar al desarrollo?
Según Aníbal Quijano, citando a Immnuel Wallerstein, lo que se desarrolla no es un país sino un determinado patrón de poder o, dicho de otro modo, una sociedad(4) . En estas condiciones, el desarrollo no es más que el fortalecimiento del patrón de poder capitalista o, si se prefiere, de las relaciones sociales capitalistas. Por esa razón, todo desarrollo actual, sea en China, India o Brasil, fortalece el capitalismo. Quijano concluye que “la sociedad capitalista, desde esa perspectiva, no tiene en nuestros países ninguna posibilidad de desarrollo distinta que la que produce esa continuada concentración de poder, de des-democratización continua de las relaciones sociales, de polarización social, de inmiseración de cada vez mayores proporciones de la población”.
En efecto, el debate sobre el desarrollo es tema pendiente para la izquierda y los movimientos. En Ecuador, la profunda crisis del movimiento indio puso el tema a debate. Un reciente editorial de la revista Ary-Rimay, sostiene que el desarrollo es “una especie de caballo de Troya para aniquilar el proyecto político del movimiento indígena”(5) . En Uruguay, Eduardo Galeano apunta que cuando la población recupera la confianza y el optimismo, todo es posible. Tal vez sea este el momento de procesar debates pendientes, que pueden fortalecer al movimiento social y los valores que sustenta la izquierda.
(2) Eric Toussaint, Deuda externa en el Tercer Mundo: las finanzas contra los pueblos, Nueva Sociedad, Caracas, 1998, p. 77.
(3) Página 12, 28 de febrero de 2005.
(4) Aníbal Quijano, “El fantasma del desarrollo en América Latina”, en Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, Caracas, Vol. 6 No. 2, mayo-agosto de 2000.
(5) Boletín Ary-Rimay, No. 70, Quito, enero de 2005.
http://alainet.org/active/show_news.phtml?news_id=7728
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